16 de Junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas
Esta celebración tiene un nombre muy bello: el Evangelio de
la Vida. Con esta Eucaristía, en el Año de la
fe, queremos dar gracias al Señor por el don de la vida en todas sus
diversas manifestaciones, y queremos al mismo tiempo anunciar el Evangelio de la
Vida.
A partir de la Palabra de Dios que hemos escuchado, quisiera
proponeros tres puntos sencillos de meditación para nuestra fe: en primer lugar,
la Biblia nos revela al Dios vivo, al Dios que es Vida y fuente de la vida; en
segundo lugar, Jesucristo da vida, y el Espíritu Santo nos mantiene en la vida;
tercero, seguir el camino de Dios lleva a la vida, mientras que seguir a los
ídolos conduce a la muerte.
1. La primera lectura, tomada del Libro Segundo de Samuel,
nos habla de la vida y de la muerte. El rey David quiere ocultar que cometió
adulterio con la mujer de Urías el hitita, un soldado en su ejército y, para
ello, manda poner a Urías en primera línea para que caiga en la batalla. La
Biblia nos muestra el drama humano en toda su realidad, el bien y el mal, las
pasiones, el pecado y sus consecuencias. Cuando el hombre quiere afirmarse a sí
mismo, encerrándose en su propio egoísmo y poniéndose en el puesto de Dios,
acaba sembrando la muerte. Y el adulterio del rey David es un ejemplo. Y el
egoísmo conduce a la mentira, con la que trata de engañarse a sí mismo y al
prójimo. Pero no se puede engañar a Dios, y hemos escuchado lo que dice el
profeta a David: «Has hecho lo que está mal a los ojos de Dios» (cf. 2 S
12,9). Al rey se le pone frente a sus obras de muerte – en verdad lo que ha
hecho es una obra de muerte, no de vida –, comprende y pide perdón: «He
pecado contra el Señor» (v. 13), y el Dios misericordioso, que quiere la vida y
siempre nos perdona, le perdona, le da de nuevo la vida; el profeta le dice:
«También el Señor ha perdonado tu pecado, no morirás». ¿Qué imagen tenemos de
Dios? Tal vez nos parece un juez severo, como alguien que limita nuestra
libertad de vivir. Pero toda la Escritura nos recuerda que Dios es el Viviente,
el que da la vida y que indica la senda de la vida plena. Pienso en el comienzo
del Libro del Génesis: Dios formó al hombre del polvo de la tierra, soplando en
su nariz el aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo (cf. 2,7).
Dios es la fuente de la vida; y gracias a su aliento el hombre tiene vida
y su aliento es lo que sostiene el camino de su existencia terrena. Pienso
igualmente en la vocación de Moisés, cuando el Señor se presenta como el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios de los vivos; y, enviando a Moisés al
faraón para liberar a su pueblo, revela su nombre: «Yo soy el que soy», el Dios
que se hace presente en la historia, que libera de la esclavitud, de la muerte,
y que saca al pueblo porque es el Viviente. Pienso también en el don de los Diez
Mandamientos: una vía que Dios nos indica para una vida verdaderamente libre,
para una vida plena; no son un himno al «no», no debes hacer esto, no debes
hacer esto, no debes hacer esto… No. Es un himno al «sí» a Dios, al Amor, a la
Vida. Queridos amigos, nuestra vida es plena sólo en Dios, porque solo Él es el
Viviente.
2. El pasaje evangélico de hoy nos hace dar un paso más.
Jesús encuentra a una mujer pecadora durante una comida en casa de un fariseo,
suscitando el escándalo de los presentes: Jesús deja que se acerque una
pecadora, e incluso le perdona los pecados, diciendo: «Sus muchos pecados han
quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama
poco» (Lc 7,47). Jesús es la encarnación del Dios vivo, el que trae la
vida, frente a tantas obras de muerte, frente al pecado, al egoísmo, al cerrarse
en sí mismos. Jesús acoge, ama, levanta, anima, perdona y da nuevamente la
fuerza para caminar, devuelve la vida. Vemos en todo el Evangelio cómo Jesús
trae con gestos y palabras la vida de Dios que transforma. Es la experiencia de
la mujer que unge los pies del Señor con perfume: se siente comprendida, amada,
y responde con un gesto de amor, se deja tocar por la misericordia de Dios y
obtiene el perdón, comienza una vida nueva. Dios, el Viviente, es
misericordioso. ¿Están de acuerdo? Digamos juntos: Dios es misericordioso, de
nuevo: Dios el Viviente, es misericordioso.
Esta fue también la experiencia del apóstol Pablo, como hemos
escuchado en la segunda Lectura: «Mi vida ahora en la carne, la vivo en la fe
del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). ¿Qué es esta
vida? Es la vida misma de Dios. Y ¿quién nos introduce en esta vida? El Espíritu
Santo, el don de Cristo resucitado. Es él quien nos introduce en la vida divina
como verdaderos hijos de Dios, como hijos en el Hijo unigénito, Jesucristo.
¿Estamos abiertos nosotros al Espíritu Santo? ¿Nos dejamos guiar por él? El
cristiano es un hombre espiritual, y esto no significa que sea una persona que
vive «en las nubes», fuera de la realidad (como si fuera un fantasma. No. El
cristiano es una persona que piensa y actúa en la vida cotidiana según Dios, una
persona que deja que su vida sea animada, alimentada por el Espíritu Santo, para
que sea plena, propia de verdaderos hijos. Y eso significa realismo y
fecundidad. Quien se deja guiar por el Espíritu Santo es realista, sabe cómo
medir y evaluar la realidad, y también es fecundo: su vida engendra vida a su
alrededor.
3. Dios es el Viviente, es el Misericordioso, Jesús nos trae la vida de Dios, el Espíritu Santo nos introduce y nos mantiene en la relación vital de verdaderos hijos de Dios. Pero, con frecuencia, lo sabemos por experiencia, el hombre no elige la vida, no acoge el «Evangelio de la vida», sino que se deja guiar por ideologías y lógicas que ponen obstáculos a la vida, que no la respetan, porque vienen dictadas por el egoísmo, el propio interés, el lucro, el poder, el placer, y no son dictadas por el amor, por la búsqueda del bien del otro. Es la constante ilusión de querer construir la ciudad del hombre sin Dios, sin la vida y el amor de Dios: una nueva Torre de Babel; es pensar que el rechazo de Dios, del mensaje de Cristo, del Evangelio de la Vida, lleva a la libertad, a la plena realización del hombre. El resultado es que el Dios vivo es sustituido por ídolos humanos y pasajeros, que ofrecen un embriagador momento de libertad, pero que al final son portadores de nuevas formas de esclavitud y de muerte. La sabiduría del salmista dice: «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos» (Sal 19,9). Recordémoslo siempre: El Señor es el Viviente, es misericordioso. El Señor es el Viviente, es misericordioso.
Queridos hermanos y hermanas, miremos a Dios como al Dios de
la vida, miremos su ley, el mensaje del Evangelio, como una senda de libertad y
de vida. El Dios vivo nos hace libres. Digamos sí al amor y no al egoísmo,
digamos sí a la vida y no a la muerte, digamos sí a la libertad y no a la
esclavitud de tantos ídolos de nuestro tiempo; en una palabra, digamos sí a
Dios, que es amor, vida y libertad, y nunca defrauda (cf. 1 Jn 4,8,
Jn 11,25, Jn 8,32), a Dios que es el Viviente y el Misericordioso.
Sólo la fe en el Dios vivo nos salva; en el Dios que en Jesucristo nos ha dado
su vida con el don del Espíritu Santo y nos hace vivir como verdaderos hijos de
Dios por su misericordia. Esta fe nos hace libres y felices. Pidamos a María,
Madre de la Vida, que nos ayude a acoger y dar testimonio siempre del «Evangelio
de la Vida». Así sea.