martes, 31 de agosto de 2010

El concepto de esperanza basada en la fe en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva

Apartes de la enciclica de Benecdicto XVI (#4)

Antes de abordar la cuestión sobre si el encuentro con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, y que ha abierto su Corazón, es para nosotros no sólo «informativo», sino también «performativo», es decir, si puede transformar nuestra vida hasta hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa, volvamos de nuevo a la Iglesia primitiva. Es fácil darse cuenta de que la experiencia de la pequeña esclava africana Bakhita fue también la experiencia de muchas personas maltratadas y condenadas a la esclavitud en la época del cristianismo naciente. El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo. La novedad de lo ocurrido aparece con máxima claridad en la Carta de san Pablo a Filemón. Se trata de una carta muy personal, que Pablo escribe en la cárcel, enviándola con el esclavo fugitivo, Onésimo, precisamente a su dueño, Filemón. Sí, Pablo devuelve el esclavo a su dueño, del que había huido, y no lo hace mandando, sino suplicando: «Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión [...]. Te lo envío como algo de mis entrañas [...]. Quizás se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido» (Flm 10-16). Los hombres que, según su estado civil se relacionan entre sí como dueños y esclavos, en cuanto miembros de la única Iglesia se han convertido en hermanos y hermanas unos de otros: así se llamaban mutuamente los cristianos. Habían sido regenerados por el Bautismo, colmados del mismo Espíritu y recibían juntos, unos al lado de otros, el Cuerpo del Señor. Aunque las estructuras externas permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro. Cuando la Carta a los Hebreos dice que los cristianos son huéspedes y peregrinos en la tierra, añorando la patria futura (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), no remite simplemente a una perspectiva futura, sino que se refiere a algo muy distinto: los cristianos reconocen que la sociedad actual no es su ideal; ellos pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación.